(continúa)
Atóla al tronco seco de un árbol, y, como no tenía ningún cubo, puso su gorra de cuero para recoger la leche; pero por más que se esforzó no pudo hacer salir ni una gota. Y como lo hacía con tanta torpeza, el animal, impacientándose al fin, pególe en la cabeza una patada tal que lo tiró rodando por el suelo y lo dejó un rato sin sentido. Por fortuna acertó a pasar por allí un carnicero, que transportaba un cerdo joven en un carretón.
- ¡Vaya bromitas! - exclamó, ayudando a Juan a levantarse.
Explicóle éste su percance, y el otro, alargándole su bota, le dijo:
- Bebe un trago para reponerte. Esta vaca seguramente no dará leche, pues es vieja; a lo sumo, servirá para tirar de una carreta o para ir al matadero.
- ¡Ésa sí que es buena! - exclamó Juan, tirándose de los pelos -. ¿Quién iba a pensarlo? Para uno que estuviera en su casa, no vendría mal matar un animal así, con la cantidad de carne que tiene. Pero a mí no me dice gran cosa la carne de vaca; la encuentro insípida. Un buen cerdo como el vuestro es otra cosa. ¡Esto sí que sabe bien, y, además, las salchichas!
- Oye, Juan - dijo el carnicero -; estoy dispuesto, para hacerte un favor, a cambiarte el cerdo por la vaca.
- Dios os premie vuestra bondad - respondió Juan, y, entregándole la vaca, el otro descargó del carretón el cochino, y le puso en la mano la cuerda que lo ataba.
Siguió Juan andando, contentísimo por lo bien que se iban colmando sus deseos; apenas le salía torcida una cosa, en un santiamén le quedaba enderezada. Más adelante se le juntó un muchacho que llevaba bajo el brazo una hermosa oca blanca.
Después de darse los buenos días, Juan se puso a contar al otro la suerte que había tenido y lo afortunado que había estado en sus cambios sucesivos. El chico le dio cuenta, a su vez, de que llevaba la oca para una comida de bautizo.
- Sopésala - prosiguió, sosteniéndola por las alas -; mira lo hermosa que está; la estuvimos cebando durante ocho semanas. Al que coma de este asado le chorreará la grasa por ambos lados de la boca.
- Sí - dijo Juan, sopesando el animal con una mano -, tiene su peso; pero tampoco mi cerdo es grano de anís.
Entretanto, el muchacho, que no cesaba de mirar a todas partes, con aire preocupado, dijo:
- Óyeme, mucho me temo que con tu cerdo las cosas no estén como Dios manda. En el último pueblo por el que he pasado acababan de robar un cerdo del establo del alcalde; y no me extrañaría que fuese el que tú llevas. Han despachado gente en su busca, y mal negocio harías si te atrapasen con él; por contento podrías darte si te saliese una temporada a la sombra.
El buenazo de Juan sintió miedo:
- ¡Dios mío! - exclamó, y, dirigiéndose al muchacho, le dijo -: Sácame de este apuro; tú sabes más que yo de todo esto. Quédate con el cerdo, y dame, en cambio, la oca.
- Mucho es el riesgo que corro - respondió el mozo, pero no puedo permitir que te ocurra una desgracia por mi culpa.
Y, asiendo de la cuerda, alejóse rápidamente con el cerdo, por un estrecho camino, mientras Juan, libre ya de angustia, seguía hacia su pueblo con la oca debajo del brazo. «Si bien lo pienso - iba diciéndose -, salgo ganando en el cambio. En primer lugar, el rico asado; luego, con la cantidad de grasa que saldrá, tendremos manteca para tres meses; y, finalmente, con esta hermosa pluma blanca me haré rellenar una almohada, en la que dormiré como un príncipe. ¡No se pondrá poco contenta mi madre!».
Al pasar por el último pueblo topóse con un afilador que iba con su torno y, haciendo rechinar la rueda, cantaba:
«Afilo tijeras con gran ligereza;
donde sopla el viento, allá voy sin pereza».
Quedóse Juan parado contemplándolo; al cabo, se le acercó y le dijo:
- Os deben de ir muy bien las cosas, pues estáis muy contento mientras le dais a la rueda.
- Sí - respondióle el afilador -, este oficio tiene un fondo de oro. Un buen afilador, siempre que se mete la mano en el bolsillo la saca con dinero. Pero, ¿dónde has comprado esa hermosa oca?
- No la compré, sino que la cambié por un cerdo.
- ¿Y el cerdo?
- Di una vaca por él.
- ¿Y la vaca?
- Me la dieron a cambio de un caballo.
- ¿Y el caballo?
- ¡Oh!, el caballo lo compré por un trozo de oro tan grande como mi cabeza.
- ¿Y el oro?
- Pues era mi salario de siete años.
- Pues ya te digo yo que has sabido salir ganando con cada cambio - dijo el afilador -. Ya sólo te falta hallar la manera de que cada día, al levantarte, oigas sonar el dinero en el bolsillo, y tu fortuna será completa.
- ¿Y cómo se logra eso? - preguntó Juan.
- Pues haciéndote afilador, como yo; para lo cual, en realidad, no se necesita más que tener un mollejón; lo otro viene por sí mismo. Yo tengo uno que, a la verdad, está algo averiado, pero, vaya, me avendría a cedértelo a cambio de la oca. ¿Qué dices a esto?
- ¿Y me lo preguntáis? - respondió Juan -. Haríais de mí el hombre más feliz de la tierra. Teniendo dinero cada vez que meta la mano en el bolsillo, ¿de qué habré de preocuparme ya? - y, tendiéndole la oca, se quedó con el mollejón. El afilador, cogiendo del suelo un guijarro muy pesado, le dijo:
- Además, te doy esta buena piedra; podrás golpear sobre ella para enderezar los clavos viejos y torcidos. Llévatela y guárdala cuidadosamente.
Cargó Juan con la piedra, y reemprendió su camino con el corazón rebosante de alegría: «¡bien se ve que he nacido con buena estrella! - exclamó -, pues veo colmados todos mis deseos, como si tuviese el don de la adivinación». Entretanto, empezó a sentirse fatigado, pues venía andando desde la madrugada; además, lo acuciaba el hambre, ya que en su momento de optimismo, cuando el negocio de la vaca, había liquidado todas sus provisiones. Finalmente, ya no pudo avanzar sino con enorme esfuerzo, deteniéndose a cada momento; sin contar que las piedras le pesaban lo suyo. No podía alejar de sí el pensamiento de lo agradable que habría sido para él no tener que llevarlas.
Avanzando como un caracol, arrastróse hasta una fuente, con la idea de descansar junto a ella y beber un buen trago de agua fresca. Para no estropear las piedras al sentarse, las puso cuidadosamente sobre el borde; luego, al agacharse para beber, hizo un falso movimiento y, ¡plum!, las dos piedras se cayeron al fondo. Juan, al ver que se hundían en el agua, pegó un brinco de alegría y, arrodillándose, dio gracias a Dios, con lágrimas en los ojos, por haberle concedido aquella última gracia, y haberlo librado de un modo tan sencillo, sin remordimiento para él, de las dos pesadísimas piedras que tanto le estorbaban.
- ¡En el mundo entero no hay un hombre más afortunado que yo! - exclamó entusiasmado. Y con el corazón ligero, y libre de toda carga, reemprendió la ruta, no parando ya hasta llegar a casa de su madre.
Juan-mi-erizo
Los hermanos Grimm
Érase una vez un rico campesino que no tenía ningún hijo con su mujer. A menudo cuando iba con los demás campesinos a la ciudad éstos se burlaban de él y le preguntaban por qué no tenía hijos. Una vez se puso muy furioso y cuando llegó a su casa dijo: “¡Yo quiero tener un hijo! ¡Aunque sea un erizo!” Su mujer entonces tuvo un hijo que era de mitad para arriba un erizo y de mitad para abajo un niño, y cuando vio a su hijo se asustó mucho y dijo: “¿Lo ves? ¡Nos has echado encima una maldición!” Entonces dijo el marido: “Ya no sirve de nada lamentarse, tenemos que bautizar al niño, pero no podemos darle ningún padrino.” La mujer dijo: “Y tampoco podemos bautizarlo más que con el nombre de Juan-mi-erizo.” Cuando estuvo bautizado dijo el cura: “A éste con sus púas no se le puede poner en una cama como es debido.” Así que le prepararon un poco de paja detrás de la estufa y acostaron allí a Juan-mi-erizo. Tampoco podía alimentarse del pecho de la madre, pues la hubiera pinchado con sus púas. Así, se pasó ocho años tumbado detrás de la estufa, y su padre estaba ya harto de él y deseando que se muriera; pero no se moría, y allí seguía acostado.
Ocurrió entonces que en la ciudad había mercado y el campesino quiso ir. Entonces le preguntó a su mujer qué quería que le trajera. “Un poco de carne y un par de panecillos que hacen falta en casa,” dijo ella. Después le preguntó a la criada y ésta le pidió un par de zapatillas y unas medias de rombos. Finalmente dijo también: “¿Y tú qué quieres, Juan-mi-erizo?” “Padrecito,” dijo, “tráeme una gaita, anda.” Cuando el campesino volvió a casa le dio a su mujer lo que le había traído: la carne y los panecillos; luego le dio a la criada las zapatillas y las medias de rombos, y finalmente se fue detrás de la estufa y le dio a Juan-mi-erizo la gaita. Y cuando Juan-mi-erizo la tuvo dijo: “Padrecito, anda, ve a la herrería y encarga que le pongan herraduras a mi gallo, que entonces me marcharé cabalgando en él y no volveré jamás.” El padre entonces se puso muy contento porque iba a librarse de él e hizo que herraran al gallo, y cuando estuvo listo Juan-mi-erizo se montó en él y se marchó, levándose también cerdos y asnos, pues quería apacentarlos en el bosque. Una vez en él, sin embargo, el gallo tuvo que volar con él hasta un alto árbol, y allí se quedó, cuidando de los asnos y los cerdos, y allí estuvo muchos años, hasta que el rebaño se hizo grandísimo, y su padre no supo nada de él. Y mientras estaba en el árbol tocaba su gaita y hacía una música muy hermosa. Una vez pasó por allí un rey que se había perdido y oyó la música; entonces se quedó muy asombrado y envió a un criado a que mirara de dónde procedía la música. Este miró por todas partes, pero lo único que vio fue, arriba en el árbol, un pequeño animal que parecía un gallo con un erizo encima y que era el que tocaba la música. Entonces el rey le dijo al criado que le preguntara por qué estaba allí y si no sabría cuál era el camino para volver a su reino. Juan-mi-erizo se bajó entonces del árbol y le dijo que le enseñaría el camino si el rey le prometía por escrito que le daría lo primero con lo que se encontrara en la corte real cuando llegara a casa. El rey pensó: «Eso puedes hacerlo tranquilamente, pues Juan-mi-erizo no entiende y puedes escribir lo que tú quieras.» El rey entonces cogió pluma y tinta y escribió cualquier cosa, y una vez hecho esto Juan-mi-erizo le enseñó el camino y llegó felizmente a casa. Pero a su hija, que le vio llegar desde lejos, le entró tanta alegría que salió corriendo a su encuentro y le besó. Él se acordó de Juan-mi-erizo y le contó lo que le había sucedido y que le había tenido que prometer por escrito a un extraño animal que iba montado en un gallo y tocaba una bella música que le daría lo primero que se encontrara al llegar a casa, pero que como Juan-mi-erizo no sabía leer, lo que había escrito realmente era que no se lo daría. La princesa se alegró mucho y dijo que eso estaba muy bien, pues jamás se hubiera ido con él.
Juan-mi-erizo, por su parte, siguió apacentando los asnos y los cerdos y siempre estaba alegre subido al árbol y tocando su gaita. Y sucedió entonces que pasó por allí con sus criados y sus alfiles otro rey que se había perdido y no sabía volver a casa porque el bosque era muy grande. Entonces oyó también a lo lejos la bella música y le preguntó a su alfil qué sería aquello, que fuera a mirar de dónde procedía. El alfil llegó debajo del árbol y vio arriba del todo al gallo con Juan-mi-erizo encima. El alfil le preguntó qué era lo que hacía allí arriba. “Estoy apacentando mis asnos y mis cerdos. ¿Qué se os ofrece?” El alfil dijo que se habían perdido y no podrían regresar a su reino si él no les enseñaba el camino. Entonces Juan-mi-erizo se bajó con su gallo del árbol y le dijo al viejo rey que le enseñaría el camino si le daba lo primero que se encontrara en su casa delante del palacio real. El rey dijo que sí y le confirmó por escrito a Juan-mi-erizo que se lo daría. Una vez hecho esto Juan-mi-erizo se puso al frente montado en el gallo y le enseñó el camino, y el rey regresó felizmente a su reino. Cuando llegó a la corte hubo una gran alegría. Y el rey tenía una única hija que era muy bella y salió a su encuentro, se le abrazó al cuello y le besó y se alegró mucho de que su viejo padre hubiera vuelto. Le preguntó también que dónde había estado por el mundo tanto tiempo y él entonces le contó que se había perdido y a punto había estado de no volver jamás, pero que cuando pasaba por un gran bosque un ser medio erizo, medio hombre que estaba montado en un gallo subido a un alto árbol y tocaba una bella música le había ayudado y le había enseñado el camino, y que él a cambio le había prometido que le daría lo primero que se encontrara en la corte real, y que lo primero había sido ella y lo sentía muchísimo. Ella, sin embargo, le prometió entonces que, por amor a su viejo padre, se iría con él si iba por allí.
Juan-mi-erizo, sin embargo, siguió cuidando sus cerdos, y los cerdos tuvieron más cerdos y éstos tuvieron otros y así sucesivamente, hasta que al final eran ya tantos que llenaban el bosque entero. Entonces Juan-mi-erizo hizo que le dijeran a su padre que vaciaran y limpiaran todos los establos del pueblo, que iba a ir con una piara de cerdos tan grande que todo el que supiera hacer matanza tendría que ponerse a hacerla. Cuando su padre lo oyó se quedó muy afligido, pues pensaba que Juan-mi-erizo se habría muerto ya hacía mucho tiempo. Pero Juan-mi-erizo se montó en su gallo, condujo los cerdos hasta el pueblo y los hizo matar. ¡Uf, menuda carnicería! ¡Se podía oír hasta a dos horas de camino de distancia! Después dijo Juan-mi-erizo: “Padrecito, haz que hierren de nuevo a mi gallo en la herrería y entonces me marcharé de aquí y no volveré en toda mi vida.” El padre entonces hizo que herraran al gallo y se alegró mucho de que Juan-mi-erizo no quisiera volver.
Juan-mi-erizo se fue cabalgando al primer reino; allí el rey había dado orden de que si llegaba uno montado en un gallo y con una gaita, dispararan todos contra él y le golpearan y le dieran cuchilladas para que no llegara al palacio. Cuando Juan-mi-erizo llegó se abalanzaron sobre él con las bayonetas, pero él espoleó a su gallo, pasó volando sobre la puerta del palacio y se posó en la ventana del rey y le dijo que le diera lo que le había prometido o de lo contrario les quitaría la vida a él y a su hija. El rey entonces le dijo a su hija con buenas palabras que tenía que marcharse con él si quería salvar su vida y la suya propia. Ella se vistió de blanco, y su padre le dio un coche con seis caballos y unos magníficos criados, dinero y enseres. Ella se montó en el coche y Juan-mi-erizo se sentó con su gallo a su lado; luego se despidieron y se marcharon de allí, y el rey pensó que no volvería a verlos. Pero no sucedió lo que él pensaba, pues cuando estaban ya a un trecho de camino de la ciudad Juan-mi-erizo la desnudó y la pinchó con su piel de erizo hasta que estuvo completamente llena de sangre. “Éste es el pago a vuestra falsedad. Vete, que no te quiero,” le dijo, y la echó de allí a su casa, y ya estaba ultrajada para toda su vida.
Juan-mi-erizo, por su parte, siguió cabalgando en su gallo con su gaita hacia el segundo reino, a cuyo rey le había enseñado también el camino. Éste, sin embargo, había dispuesto que si llegaba alguien como Juan-mi-erizo le presentaran armas y le dejaran franco el paso, lanzaran vivas y le llevaran al palacio real. Cuando la princesa le vio se asustó, pues realmente tenía un aspecto extrañísimo, pero pensó que no quedaba más remedio, pues se lo había prometido a su padre. El rey entonces le dio la bienvenida a Juan-mi-erizo y éste tuvo que acompañarle a la mesa real, y ella se sentó a su lado, y comieron y bebieron. Cuando se hizo de noche y se iban a ir a dormir a ella le dieron mucho miedo sus púas, pero él le dijo que no temiera, que no sufriría ningún daño, y al viejo rey le dijo que apostara cuatro hombres en la puerta de la alcoba y que encendieran un gran fuego, y que cuando él entrara en la alcoba y fuera a acostarse en la cama se desprendería de su piel de erizo y la dejaría a los pies de la cama; entonces los hombres tendrían que acudir rápidamente y echarla al fuego y quedarse allí hasta que el fuego la hubiera consumido. Cuando la campana dio las once entró en la alcoba y se quitó la piel de erizo y la dejó a los pies de la cama; entonces entraron los hombres y la cogieron rápidamente y la echaron al fuego, y cuando el fuego la consumió él quedó salvado, echado allí en la cama como una persona normal y corriente, aunque negro como el carbón, igual que si se hubiera quemado. El rey envió allí a su médico y le limpió con buenas pomadas y le untó con bálsamo, y entonces se volvió blanco y quedó convertido en un joven y hermoso señor. Cuando la princesa lo vio se alegró mucho, y se levantaron muy contentos y comieron y bebieron y se celebró la boda, y el viejo rey le otorgó su reino a Juan-mi-erizo.
Cuando habían pasado ya unos cuantos años se fue de viaje con su esposa a la casa de su padre y le dijo que era su hijo; el padre, sin embargo, le contestó que no tenía ninguno, que solamente había tenido uno una vez, pero que había nacido con púas como un erizo y se había marchado por esos mundos. Él entonces se dio a conocer y el anciano padre se alegró mucho y se fue con él a su reino.
Juan el listo
Los hermanos Grimm
Pregunta la madre a Juan:
- ¿Adónde vas, Juan?
Responde Juan:
- A casa de Margarita.
- Que te vaya bien, Juan.
- Bien me irá. Adiós, madre.
- Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
- Buenos días, Margarita.
- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
- Traer, nada; tú me darás.
Margarita regala a Juan una aguja. Juan dice:
- Adiós, Margarita.
- Adiós, Juan.
Juan coge la aguja, la pone en un carro de heno y se vuelve a casa tras el carro.
- Buenas noches, madre.
- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
- Con Margarita estuve.
- ¿Qué le llevaste?
- Llevar, nada; ella me dio.
- ¿Y qué te dio Margarita?
- Una aguja me dio.
- ¿Y dónde tienes la aguja, Juan?
- En el carro de heno la metí.
- Hiciste una tontería, Juan; debías clavártela en la manga.
- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
- ¿Adónde vas, Juan?
- A casa de Margarita, madre.
- Que te vaya bien, Juan.
- Bien me irá. Adiós, madre.
- Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
- Buenos días, Margarita.
- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
- Traer, nada; tú me darás.
Margarita regala a Juan un cuchillo.
- Adiós, Margarita.
- Adiós, Juan.
Juan coge el cuchillo, se lo clava en la manga y regresa a su casa.
- Buenas noches, madre.
- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
- Con Margarita estuve.
- ¿Qué le llevaste?
- Llevar, nada; ella me dio.
- ¿Y qué te dio Margarita?
- Un cuchillo me dio.
- ¿Dónde tienes el cuchillo, Juan?
- Lo clavé en la manga.
- Hiciste una tontería, Juan. Debiste meterlo en el bolsillo.
- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
- ¿Adónde vas, Juan?
- A casa de Margarita, madre.
- Que te vaya bien, Juan.
- Bien me irá. Adiós, madre.
- Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
- Buenos días, Margarita.
- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
- Traer, nada; tú me darás.
Margarita regala a Juan una cabrita.
- Adiós, Margarita.
- Adiós, Juan.
Juan coge la cabrita, le ata las patas y se la mete en el bolsillo. Al llegar a casa, está ahogada.
- Buenas noches, madre.
- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
- Con Margarita estuve.
- ¿Qué le llevaste?
- Llevar, nada; ella me dio.
- ¿Qué te dio Margarita?
- Una cabra me dio.
- ¿Y dónde tienes la cabra, Juan?
- En el bolsillo la metí.
- Hiciste una tontería, Juan. Debiste atar la cabra de una cuerda.
- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
- ¿Adónde vas, Juan?
- A casa de Margarita, madre.
- Que te vaya bien, Juan.
- Bien me irá. Adiós, madre.
- Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
- Buenos días, Margarita.
- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
- Traer, nada; tú me darás.
Margarita, regala a Juan un trozo de tocino.
- Adiós, Margarita.
- Adiós, Juan.
Juan coge el tocino, lo ata de una cuerda y lo arrastra detrás de sí. Vienen los perros y se comen el tocino. Al llegar a casa tira aún de la cuerda, pero nada cuelga de ella.
- Buenas noches, madre.
- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
- Con Margarita estuve.
- ¿Qué le llevaste?
- Llevar, nada; ella me dio.
- ¿Qué te dio Margarita?
- Un trozo de tocino me dio,
- ¿Dónde tienes el tocino, Juan?
- Lo até de una cuerda, lo traje a rastras, los perros se lo comieron.
- Hiciste una tontería, Juan. Debiste llevar el tocino sobre la cabeza.
- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
- ¿Adónde vas, Juan?
- A casa de Margarita, madre.
- Que te vaya bien, Juan.
- Bien me irá. Adiós, madre.
- Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
- Buenos días, Margarita.
- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
- Traer, nada; tú me darás.
Margarita regala a Juan una ternera.
- Adiós, Margarita.
- Adiós, Juan.
Juan coge la ternera, se la pone sobre la cabeza, y el animal le pisotea y lastima la cara.
- Buenas noches, madre.
- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
- Con Margarita estuve.
- ¿Qué le llevaste?
- Llevar, nada, ella me dio.
- ¿Qué te dio Margarita?
- Una ternera me dio.
- ¿Dónde tienes la ternera, Juan?
- Sobre la cabeza la puse; me lastimó la cara.
- Hiciste una tontería, Juan. Debías traerla atada y ponerla en el pesebre.
- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
- ¿Adónde vas, Juan?
- A casa de Margarita, madre.
- Que te vaya bien, Juan.
- Bien me irá. Adiós, madre.
- Adiós, Juan.
Juan llega a casa de Margarita.
- Buenos días, Margarita.
- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?
- Traer nada; tú me darás.
Margarita dice a Juan:
- Me voy contigo.
Juan coge a Margarita, la ata a una cuerda, la conduce hasta el pesebre y la amarra en él. Luego va a su madre.
- Buenas noches, madre.
- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?
- Con Margarita estuve.
- ¿Qué le llevaste?
- Llevar, nada.
- ¿Qué te ha dado Margarita?
- Nada me dio; se vino conmigo.
- ¿Y dónde has dejado a Margarita?
- La he llevado atada de una cuerda; la amarré al pesebre y le eché hierba
- Hiciste una tontería, Juan; debías ponerle ojos tiernos.
- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.
Juan va al establo, saca los ojos a todas las terneras y ovejas y los pone en la cara de Margarita. Margarita se enfada, se suelta y escapa, y Juan se queda sin novia.
Juan se casa
Los hermanos Grimm
Había una vez un joven campesino llamado Juan, a quien un primo suyo se empeñó en buscarle una mujer rica. Hizo poner a Juan detrás del horno bien caliente. Trajo luego un tarro con leche y una buena cantidad de pan blanco y, poniéndole en la mano una reluciente perra gorda recién acuñada, le dijo:
- Juan, no sueltes la perra gorda, y, en cuanto al pan, desmigájalo en la leche. Permanece sentado aquí sin moverte hasta que yo vuelva.
- Muy bien - respondió Juan; - todo lo haré como dices.
El casamentero se puso unos pantalones remendados, llenos de piezas, se fue al pueblo vecino, a casa de un rico labrador que tenía una hija, y dijo a la muchacha:
- ¿No te gustaría casarte con mi primo Juan? Tendrías un marido bueno y diligente. Quedarías satisfecha.
Preguntó entonces el padre, que era muy avaro:
- ¿Y cómo anda de dinero? ¿Tiene su pan que desmigajar?
- Amigo - respondióle el otro, - mi joven primo está bien calentito, tiene en la mano su buen dinerillo, y pan, no le falta. Y tampoco cuenta menos piezas - así llamaban a los campos y tierras parcelados - que yo - y, al decir esto, dióse un golpe en los remendados calzones. - Y si queréis tomaros la molestia de venir conmigo, en un momento podréis convencemos de que todo es tal como os digo.
El viejo avaro no quiso perderse tan buena oportunidad, y dijo:
- Siendo así, nada tengo en contra del matrimonio.
Celebróse la boda el día señalado, y cuando la desposada quiso salir a ver las propiedades de su marido, empezó Juan quitándose el traje dominguero y poniéndose la blusa remendada, pues dijo:
- Podría estropearme el vestido nuevo.
Y se fueron los dos a la campiña, y cada vez que en el camino se veía dibujarse una viña o parcelarse campos o prados, Juan los señalaba con el dedo, mientras con la otra mano se daba un golpe en una de las piezas, grande o pequeña, con que estaba remendada su blusa, y decía:
- Esta pieza es mía, tesoro, mírala - significando que la mujer debía mirar no al campo, sino a su vestido, que era suyo.
- ¿Estuviste tú también en la boda?
- Sí que estuve, y vestido con todas mis galas. Mi sombrero era de nieve, pero salió el sol y lo fundió; mi traje era de telaraña, pero pasé entre unos espinos, que me lo rompieron; mis zapatos eran de cristal, pero al dar contra una piedra hicieron ¡clinc!, y se partieron en dos.
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